El esmeraldino Valle de Cajamarca y el Valle Sagrado del Cusco, rivalizan en belleza, colorido y singularidad. Uno es caxamalca, el otro inca. Nosotros somos Hijos del Agua, ellos son Hijos del Sol.
Pero el valle cajamarquino no tiene parangón cuando, desde la carretera que deja atrás el abra de El Gavilán, aparece súbitamente desde lo alto la más verde y hermosa planicie que ojos humanos puedan contemplar. Y, a decir del obispo Andrés García de Zurita, cuando divisó por primera vez en 1651 el ubérrimo valle cajamarquino, en una carta enviada al Rey de España, Felipe IV:
“Al llegar a este pueblo [de Cajamarca] descubri desde un alto la poblacion mas vistosa que e visto en el Peru, donde e visto muchas [...] Es un parayso todo él, y por eso lo eligio el inga Atabalipa para su corte donde esta su palacio real”...
La ciudad de las 4 Aes, es sin lugar a dudas la Ciudad del Amor (la palabra amar está contenida en el nombre de nuestro hermoso poblado). En Cajamarca, la ternura se pasea por sus callejas empedradas y apasionados jóvenes enamorados se besan bajo la mortecina luz de los faroles.
Mi ciudad, de innumerables portones de piedra volcánica y balcones de madera pletóricos de geranios florecidos, está enmarcada por un inmenso valle que es una verde belleza horizontal la cual empalaga nuestra visión. Y su extendida hermosura simula ser el verde telar en el que duerme, envuelta en sus glaucos tocuyos, la más hermosa doncella del harén de un celoso curaca caxamalca.
Cajamarca no inventó el paisaje; el paisaje se inventó en Cajamarca.
Parece que llegáramos en avión al divisar desde la altura de El Gavilán el maravilloso espectáculo de sus verdosos parajes, de su cielo azul cobalto y de sus blanquísimas nubes que engordan el aire y pasan lentas como si fueran un disciplinado rebaño de ovejas.
Lo que destaca es la perfección de sus cultivos, el dulce olor del capulí, la acaramelada resina del eucalipto, la tierra húmeda y olfativa, el bucólico mugido de las vacas, la luz intensa y juguetona del sol, el alegre color de las retamas y, sobretodo, la nirvánica quietud que nos infunde el manso paisaje.
Pero esta Ciudad del Amor es un sentimiento colectivo que eclosiona durante la jocunda festividad del Carnaval, estación del alma en la que el erotismo se hace agua, se licúa como una paleta de óleo bajo el sol y luego cae como un finísimo rocío sobre los disfraces de las entusiastas comparsas.
El amor es un contrapunto musical de requiebros, lisonjas, y satíricas lisonjas entre hombres y mujeres que esconden, vanamente y sin éxito, la misteriosa y mágica fuerza que los atrae para ser uno. Aunque cualquier fecha es propicia para encontrar el amor en Cajamarca. Los turistas lo saben y por eso la escogen para saborear su Luna de Miel.
A pesar de su pasado y antigüedad coloniales, y de su descomunal herencia monumental, sus viejas iglesias, casonas de empedrados patios y fuentes de cantería en las que canta jubilosa el agua, portones de piedra y estrechas callejas por las que pasean decrépitos y noctámbulos fantasmas pizarristas que hacen chirriar sus vetustas armaduras, la ciudad no puede competir con la verde y extendida belleza del campo.
Por eso hay que salir fuera de ella, llegar un poco más lejos, perderse entre sus sombreados y arbolados senderos, y escuchar el tierno canto de las pencas cuando enamoran a los altivos eucaliptos.
Cajamarca, te amo.
¡Cómo quisiera conocer el melifluo idioma del Culle para cantar eternamente tu grandeza! O, como el filósofo griego Demócrito, quizás algún día me arranque los ojos para almacenar en mi memoria tus más bellas imágenes y paisajes.
Pues el recuerdo, parafraseando a Nietzsche, es el único Paraíso del cual no pueden expulsarnos.