Desde que el Vaticano proclamó que el Infierno era sólo una metáfora, los demonios se quedaron sin trabajo, se enfriaron sus calderas y perdieron punta sus tridentes. 

Pero como más sabe el diablo por viejo que por diablo, y los cachudos no son tontos, acabaron todos ellos bien colocados y ganándose la vida en otras ocupaciones.

A los que les atraía la acción y el ejercicio físico, encontraron trabajo entre los ladrones, dictadores, choferes de microbuses, dirigentes deportivos o asesinos a sueldo.

Otros, expertos preparadores de venenos, terminaron laborando como farmacéuticos o mineros contaminadores de Yanacocha.

Algunos, diestros en el arte de la estafa y la corrupción, se volvieron congresistas, testaferros de Alan García, notarios y curanderos.

Pero la mayoría satánica, que prefería jugar con las palabras, encontró acomodo como políticos, locutores de radio, estafadores de viejecitas, o sencillamente se hacían pasar por curas y profetas.

Ante esta invasión infernal, a veces me dan ganas de mandar al diablo a todos estos farsantes y que venga nuevamente a pisotearlos San Miguel Arcángel.