Hace un par de meses, para atenuar mi soledad, compré un loro parlanchín en una tienda de mascotas de la calle Amazonas, en Cajamarca. 

El pajarraco, al que bauticé con el nombre de Lorenzo, resultó ser muy caprichoso pues ya no quiere estar en la jaula y se pasea a sus anchas por la casa todo el día. Tampoco desea comer semillas para aves sino maíz tierno y desgranado que debo dárselo en el pico.

Se ha vuelto una molestia emplumada. Y vocifera, se irrita y me insulta con palabras vulgares e irrepetibles si no le llevo la comida a tiempo. No me ataca, pero grazna y me enseña amenazadoramente el pico abierto, a la más mínima ocasión.

Cuando regreso del trabajo, las botellas de cerveza están abiertas, vacías y tiradas por el suelo. Es un borrachín incurable y disfruta eructando ruidosamente sus gases alcohólicos mientras engullo tranquilamente mi cena.

Además este engendro volátil duerme con la tele encendida y pernocta en el sofá, al que tiene totalmente cagado.

Demás está decir que toda la casa está sucia y revuelta.

Para contentarme, antes de dormir su borrachera, y exigirme que le compre una botella de ron caribeño, dice que si me porto bien algún día me va a enseñar un viejo mapa que indica el lugar donde está enterrado un baúl pirata repleto de joyas y piedras preciosas.

Pero lo que no estoy dispuesto a aceptar es que ya lleva varios días insistiéndome en que ponga la casa a nombre de los dos.