Toda revolución, sea violenta o pacífica, busca transformar un orden social y económico injusto por uno superior que garantice el bienestar para todos.  

La revolución no es un proceso armónico sino más bien un enfrentamiento violento entre las amplias clases sociales oprimidas y la minoritaria clase social dominante y parasitaria.

Por lo mismo, la clase gobernante y su aparato mediático hacen todo lo posible para descalificar y satanizar a la revolución y la presentan como si ésta fuera producto de la acción sanguinaria y violenta de un grupo de enloquecidos “terrucos”. Sin embargo, son ellos quienes, paradójicamente, recurren al “terrorismo” mediático e infunden miedo en la población a través de sus medios a fin de exhibir a toda revolución como sinónimo de terrorismo.

Pero las revoluciones son autónomas y obedecen a leyes sociales específicas e inexorables y no pueden ser detenidas voluntariamente por los deseos y el “terrorismo” mediático que pregonan las clases dominantes, estrategia obvia que sólo busca cautelar y mantener sus privilegios económicos con la perduración del abusivo statu quo.

Las revoluciones suceden cuando les llega su momento, lo quieran o no, los poderosos grupos económicos nacionales y mundiales. Incluso, en nuestra Constitución, está plenamente garantizado el derecho a la insurrección frente a un gobierno impopular y antidemocrático. Garantía que ellos pretenden socavar y desconocer mediante leyes inferiores que buscan criminalizar la protesta ciudadana.

En consecuencia, en cada país, las revoluciones ocurren cuando los de abajo se cansan de vivir miserablemente como antes y de seguir sosteniendo el pesado lastre de los de arriba.

Así pues, la Revolución Americana dio como consecuencia la independencia de Estados Unidos. La Revolución Francesa liquidó los abusos de la monarquía e instauró el nuevo orden burgués. La Revolución Mexicana, con Emiliano Zapata y Pancho Villa, combatió por mejorar las condiciones de vida de millones de empobrecidos y andrajosos campesinos y por el derecho a la tenencia de la tierra.

Tampoco hay que olvidar, entre un gran número de ejemplos, a Espartaco y su lucha por la libertad de los esclavos de Roma. Túpac Amaru y su rebelión indígena por independizarse del yugo de la monarquía española. Y a Simón Bolívar y José de San Martín, grandes libertadores de las naciones americanas.

Otro caso sintomático es el del gran líder sudafricano Nelson Mandela, considerado “terrorista”, por haber osado dirigir a su pueblo en contra del inhumano y racista sistema de segregación social y económico conocido como apartheid.

En pocas palabras, las revoluciones permiten que los desdichados salgan del infierno para acceder al paraíso.

Ah, y sólo un estúpido fascista podría catalogar de “terrucos” a cualquiera de estos grandes libertadores.