Cajamarca era abajo una fiesta. Y arriba, el sol brillaba con esplendor, escondiéndose a veces entre las blancas y coposas nubes, como si fuera una áurea moneda rodando lentamente en un intenso cielo azul. 

La alegría del Carnaval se desbordaba por calles y plazas, manifestándose a través del recorrido de entusiastas comparsas premunidas de acordeones, guitarras, violines, güiros y tarolas. Y, desde los balcones, pletóricos de macetas con geranios florecidos, agraciadas jovencitas arrojaban baldazos y globos con agua a los desprevenidos transeúntes.

La ciudad estaba tomada por alborozados y alcoholizados grupos de jóvenes de ambos sexos, totalmente pintarrajeados, que recorrían las calles cantando y embadurnando con pintura o betún a los vehículos y personas que se atrevieran a pasar cerca de ellos.

Pero esa noche, en el hotel Costa del Sol, se celebraba un evento especial al que todo buen carnavalero no podía dejar de asistir: el tradicional baile de disfraces de Carnaval, mejor conocido como Baile de Mamarrachos.

Sonia y Matías eran una joven pareja cajamarquina de esposos, avezados adeptos a los catárticos rituales de las Fiestas Carnestolendas en las que se crean espacios de liberación y se subvierten todo tipo de convencionalismos. Es asimismo la esperada época del año en la que el Bufón toma la batuta del concierto de la vida para que los que estaban últimos rían mejor y se burlen de la angustia cotidiana. En suma, una época en la que hacemos el ridículo y nos reímos de nosotros mismos.

Ambos, con la plenitud que sólo da la juventud, se regocijaban con el vendaval de emociones que les proporcionaba el Carnaval y cuyo punto cenital era el tradicional Baile de Mamarrachos. Para este baile, Sonia se había mandado confeccionar un disfraz y una máscara (que su marido no conocía) que semejaban una sensual y etérea libélula. El disfraz era sumamente transparente y lo único que cubría su bien contorneado cuerpo era un atrevido bikini con lentejuelas. Matías, por su parte, iba a llevar esa noche al baile un traje de Peter Pan con su respectiva máscara.

Pero momentos antes de salir hacia la fiesta, Sonia tuvo el súbito ataque de una insoportable migraña que la hizo desistir de su propósito y le pidió a su esposo que fuera solo, que ella prefería quedarse en casa. Sin embargo, una media hora después, notó que se sentía mejor y que el intenso dolor de cabeza había disminuido, por lo que decidió ponerse otra vez el disfraz e ir a la fiesta.

Al llegar al baile de disfraces, vio a su marido coqueteando con todas las mujeres que podía. La esposa se le acercó, le susurró palabras suaves al oído, lo abrazó y lo arrastró seductoramente hacia el jardín del hotel. Allí se besaron apasionadamente y, aprovechando la oscuridad del lugar, se tendieron sobre la hierba donde dieron rienda suelta a ese torbellino de lujuria y pasión que los devoraba.

Poco antes de la medianoche, cuando es costumbre quitarse las máscaras, ella se excusó, se incorporó, se arregló el disfraz y volvió a su casa.

Su marido no llegó sino hasta las 3 de la madrugada.

— ¿Y qué tal estuvo la fiesta? —le preguntó ella con una sonrisa picarona.

— Aburrida —dijo él.

— ¿Bailaste mucho?

— La verdad —contestó el marido—, cuando llegué a la fiesta me encontré con Álvaro, Pepe y Dionisio que también estaban aburridos, y decidimos irnos al Club Cajamarca a jugar al póquer.

— ¿Así que estuviste jugando a las cartas toda la noche? —dijo ella un poco molesta y empezando a alzar la voz porque sabía que su marido no estaba diciéndole la verdad.

— Sí —le contestó él—, y por eso le dejé mi disfraz a Jorge que, por cierto, llegó mucho más tarde al club y me dijo con una cara radiante que éste había sido el mejor baile de disfraces de toda su vida.