A mi hija adolescente nunca le gustó que ingresara a su habitación para nada. Tenía su puerta constantemente cerrada y, sobre ella, colgaba un cartel en el que se leía: “Keep Out”.
Al principio, consideré que la razón de toda esta chiquillada se debía a su probable temor de que algún día le pudiera encontrar drogas, cartas de amor o armas de fuego. En suma, cosas propias de su edad.
Pero una tarde, cuando ella aún no había regresado a casa, empecé a oír sonidos extraños como rugidos o mugidos detrás de la puerta cerrada de su habitación. Y lo singular de todo esto es que una vez que mis pasos se acercan a su dormitorio, los ruidos cesan de inmediato.
Para no perturbar su intimidad, no he querido preguntarle sobre la causa de dicho bullicio ni tampoco he pretendido develar el misterio de esos sonidos que, cada vez, lo admito, son de lo más insólitos.
A veces parecen ladridos, relinchos o gruñidos que no me atrevo a calificar. De pequeña, ella siempre quiso tener un perro, una culebra, un tigre o alguna tortuga, algo que yo nunca supe complacerla.
Hasta que la otra tarde me armé de valor, y picado por la curiosidad, abrí resueltamente la puerta con el duplicado de una llave que yo conservaba sin que ella lo supiera.
Y lo que vi en el fondo de la pieza casi me hizo caer de espaldas.
Allí estaba el fantasma de mi hija jugando con una serie de animales también fantasmagóricos. Sí, aquellas mascotas que desde niña siempre quiso tener y que yo desautoricé.
Ahora bien, ¿quién es entonces mi hija, de carne y hueso, que todas las mañanas se marcha muy temprano a su escuela? No lo sé, aunque es probable que ella se desdoble diariamente y deje su cuerpo astral en su habitación para retozar con sus queridos animalitos.
Pero lo que me heló la sangre fue descubrir en un rincón del cuarto a mi propia silueta, también fantasmal, y amarrada a una silla, para no entorpecer su diversión.