Qayaqpuma es la partida de nacimiento del arte cajamarquino. Es la primera semilla del trazo y el color que floreció en nuestro suelo. Es un bostezo de la roca y cien antorchas que hicieron retroceder la noche y que luego los siglos apagaron.
Las pinturas rupestres que guarda en su interior y exterior son estilizados recuerdos atávicos de animales y hombres que vagaban por un paisaje auroral que siempre fue bello. Y para el ojo primitivo contemplar al atardecer, desde los más altos farallones, la idílica planicie de Huayrapongo, debe haber sido una abrumadora experiencia estética.
El hombre de Qayaqpuma pintó imágenes de animales dentro y fuera de las cuevas bajo la creencia mágica de que así se apoderaba de su ánima al llevar sus finas siluetas a lo más profundo de su caverna.
Y donde había rumores y murmullos, hoy sólo hay silencio. ¿A dónde se fue el artista con su pedernal a cuestas?
Este macizo rocoso, que observa altanero e imponente el río Cajamarquino que discurre a sus pies, está constituido por diversas oquedades y altos farallones que concentran la muestra más importante del arte rupestre local.
En sus paredes pétreas exteriores, donde realmente pululan la gran mayoría de pictografías, destacan delicadas figuras humanas (cazadores), animales (venados y llamas), vegetales (plantas nativas), geométricas (triángulos y estrellas de cinco puntas) y escenas de caza.
Los colores que más predominan en las pizarras rocosas son el rojo indio, rojo bermellón y naranja.
El tratado y estudio más completos de estas numerosas pinturas rupestres son producto de la amorosa y paciente labor del antropólogo Alfredo Mires, cuyo trabajo nos encamina a enamorarnos de la flora, fauna y pictografías, ampliamente protegidas y amparadas por el Apu Qayaqpuma. Su aporte a la cultura auroral cajamarquina es invalorable y, pese a ello, Mires todavía no ha sido reconocido debidamente por los burócratas que se han adueñado del templo de la cultura local.
LOS PRIMEROS CAJAMARQUINOS
Es sumamente difícil determinar con precisión en qué época llegaron los primeros hombres a Cajamarca. Pero, por lo que se conoce hasta ahora, Augusto Cardich demostró palmariamente que los primigenios pobladores que se asentaron en nuestro suelo lo hicieron hace 10 mil años.
Y esto está refrendado científicamente por fechados radio carbónicos que examinaron el hallazgo en la Cueva 1 de Cumbe Mayo de algunas osamentas de individuos recolectores y cazadores que consumían el venado y el cuy silvestre, principalmente.
Posteriormente, hace 9 mil años, en la Cueva 6 de Maqui Maqui también se descubrieron los restos de un niño en posición fetal e igualmente un ajuar funerario con algunos utensilios de piedra.
Las cavernas de Qayaqpuma, por su parte, ubicadas en la carretera que une Baños del Inca con Llacanora, según Roger Ravines, tienen una antigüedad de 8 mil años.
EL HEREDERO DE QAYAQPUMA
El hombre de Qayaqpuma describió en imágenes lo que yo torpemente intento significar con palabras. Pero a la imagen es preciso desnudarla o explicarla con la imagen misma. Y esa es tarea de un artista visual.
Hay un pintor limeño, Georges Cribléz, que vive en una casita de adobe frente a Qayaqpuma y hay quienes lo consideran una especie de reencarnación de alguno de esos pintores inaugurales.
Cuentan los campesinos que cuando él llegó a ese lugar, apabullado por la mayestática visión del Apu que gobierna al promontorio, enterró sus ojos en lo más profundo de las cavernas para ver mejor. Y es que la belleza, dicen los que saben, está en los ojos del observador.
Ahora sólo pinta de noche y tiene los ojos luminosos y enfebrecidos de los que chorrean esos mismos matices que nacieron hace 8 mil años. Y se ha convertido en una suerte de traductor autorizado de aquellos símbolos pictóricos que el dedo primitivo garabateó con deleite e ingenuidad alumbrado tan sólo por una hoguera.
Pero, en la otra orilla están los graffiteros. Ellos representan aquellos cavernícolas modernos que están destruyendo paulatinamente nuestra memoria gráfica guardada en los muros de Qayaqpuma.
No permitamos que sus toscos garabatos se superpongan sobre los finos trazos de unos hombres que reinterpretaron sabiamente en los tiempos aurorales la esencia de nuestro paisaje en el que paseaban graciosas presencias animadas.